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Embarcándonos hacia la selva

  • Foto del escritor: Caro lamatta
    Caro lamatta
  • 23 ago 2017
  • 4 Min. de lectura

25 días en el Amazonas, parte II


Así estamos. Son las seis de la mañana, yo estoy parada dentro del barco que nos llevará por el primer tramo del recorrido con las dos mochilas a mis pies. Urgida, comiéndome los cueritos de los dedos, ruego internamente que no quiten la rampa que une el navío con tierra firme. Los morenos sin polera la empiezan a mover, y yo desesperada les grito: -¡Ainda Nao! Claudio viene corriendo con las cuerdas en la mano. El día anterior compramos hamacas, y cuando estábamos subiendo al barco nos acordamos que necesitábamos amarras para colgarlas.


Las hamacas son lo más importante. Afuera y adentro del barco. Afuera porque si no, te muerden las serpientes, adentro porque es así como se duerme.


El barco consta de tres pisos. En el primero hay autos, televisores pantalla plana envueltos en cartón y edificios de fruta. Cajas y cajas en interminables columnas. En el segundo piso están las hamacas, cientos de ellas apiladas una al lado de la otra. Adiós al espacio personal. Aquí también están los baños, unos cubículos oscuros, que no hacen más que acalorarte cuando te das una ducha fría para pasar el calor húmedo de la selva. Los comedores están al final.


Después de instalarnos subimos a la cubierta donde cuatro hombres juegan dominó. Tomamos dos sillas de plástico y nos sentamos a mirar la selva pasar. Claudio ceba un mate y yo respiro profundo, me relajo, por fin estamos en camino a la frontera.


Atrás nuestro hay un hombre gordo almorzando. Es moreno de nariz grande. Con el pecho inflado y un vozarrón nos invita a su mesa. Parece capo de la mafia. El hombre viene de Paratí y almuerza azaí tibio con farofa. Nos cuenta que el famoso fruto brasilero viene todo de la selva y que en la zona de Amazonas y Pará, se come así, caliente, como plato de comida. Nos da de probar. Es pastoso, aceitoso, pesado y amargo. No tiene nada que ver con el azaí helado que abunda en el sur. Él come feliz mientras nos cuenta de sus propiedades. Que previene el cáncer, que es antioxidante, que da energía, que regula el azúcar en la sangre y que disminuye los niveles de colesterol. Y es cierto, el fruto, que parece una mezcla entre un maqui y un arándano, tiene tantos beneficios que ya es un superfood más en la lista de compras de los seguidores de la alimentación saludable junto a los goji berries y al wheatgrass.


Julio, que ya terminó de comer, nos en enseña a identificar la palma del azaí en la ribera. Es larga y flaca como las mujeres nórdicas, y sus frutos se apilan morados debajo de las hojas. Desde ahí en adelante, Claudio y yo nos pasaríamos el viaje completo jugando a quién encuentra más palmas de azaí.

 

Primero vimos quebradas de piedra rojiza que terminaban en el agua, después vinieron las palmas que bordeaban el río, más tarde vimos a los riberanos. A ellos en sus palafitos de madera, casi todos grises y entre medio uno que otro color salmón, uno que otro color turquesa. Canoas y un bus bote escolar. Amarillo con la franja negra y todo, como los buses gringos de las películas, sólo que este flotaba en el Amazonas. Todo desde la comodidad de nuestras hamacas camufladas.


En realidad, dormir en hamaca no es tan cómodo como una se imagina cuando lo ve en la típica pancarta de agencia de viajes. Las primeras tres horas, sí, es de lo más relajante, pero a la cuarta ya empieza a molestar el cuello. A la quinta ya estás cansada de estar acostada sobre tu espalda así que intentas ponerte en posición fetal. A la sexta pruebas veinte posiciones y de paso despiertas al vecino con el ruido de tu cuerpo rosando la tela sintética. A la séptima te paras a cambiar las cuerdas de la hamaca, a ver si todo es porque la instalaste mal. A la octava te das cuenta de que no hay caso, te rindes y te paras a tomar aire por el balcón.


A los dos días te acostumbras, a la hamaca. Dicen que al vaivén igual, de eso yo nunca me entero. Me la paso comiendo chicle para hacer a mi estómago olvidar que está en constante movimiento, hacia adelante y hacia arriba. Es raro porque es un río, el oleaje es casi imperceptible. Creo que jamás podría tomar uno de esos cruceros que recorren las islas del Caribe o los fiordos de la Patagonia.


Estamos tres días adentro, queda poco para llegar al primer puerto. Decidimos hacer el recorrido por partes y bajar a conocer una playa paradisiaca que parece más bien rumor. Sobre una plataforma de metal en el primer piso, vemos la inmensidad del río, y no puedo imaginar que entre la selva haya una playa de arena blanca y aguas transparentes. Estamos pasando por la parte más ancha del Amazonas, no se ve tierra por ningún lado, es un océano de chocolate. En época de lluvias llega a medir hasta 48 metros de ancho. Estamos solos, no hay barandas, nada nos separa del agua, el barco se mueve hacia adelante, se respira aire de bosque, se respira libertad.


Continúa con... 25 días en el Amazonas Parte III


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Penélope

¡Hola!  soy Carolina, viajera y autora de este blog de viajes. Aquí escribo mis historias y te ofrezco tips, guías prácticas e itinerarios para que te animes, agarres tu mochila  y salgas a descubrir el mundo.

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