Manaus, la jungla de concreto
- Caro lamatta
- 26 abr 2017
- 4 Min. de lectura

25 días en el Amazonas, parte IV
Siempre quise conocer Manaus. Cuando niña, leí en algún libro ya perdido, que desde aquí partían las expediciones hacia la selva amazónica. En Manaus comenzaba la aventura para caminar por la jungla buscando monos y andar en canoa evitando anacondas. No sabía dónde estaba esa misteriosa ciudad, ni cómo llegar a ella, sólo sabía que algún día la iba a conocer.
Un dos de octubre, anclamos en Manaus junto a un descomunal crucero Iberostar. Mientras bajamos de nuestro pequeño barco, turistas de edad avanzada se suben al All Inclusive que los paseará por el río mientras toman caipirinhas y escuchan bossa nova. Nosotros caminamos hacia la ciudad. Pasamos cerca de unos puestos de comida y cachureos que se apilan uno al lado del otro, y a lo lejos vemos edificios de conteiners rojos, azules y verdes.
Está nublado, hacen más de treinta grados y la mochila pesa cada vez más. El concreto caliente descompone la fruta que reposa a un lado de la calle y que tiene ese olor tan característico. Olor a fruta avinagrada, que se mezcla con el olor a bencina, el olor a humedad, el olor a calor tropical. Huele a Cuba. Todos esos lugares del Caribe donde los hombres andan en chalas Zicco, y las mujeres de pelo duro usan poleras sin mangas hasta en la madrugada, me recuerdan a mi niñez en La Habana. Y me hacen sonreír.
Con precaución cruzamos una avenida de autos imparables, dejamos el río atrás y entramos a la jungla, tal cual lo dice Bob Marley, a la jungla de concreto. A la derecha edificios antiguos de pocos pisos, a la izquierda tiendas improvisadas repletas de productos chinos. Una polera negra de Jack Daniels cuelga sobre relojes falsos y joyería de plástico. Avanzamos y algo alivia la escena de caos y temperatura insoportable, es el aire acondicionado de una tienda que abre sus puertas automáticamente cuando pasamos al lado. En cinco segundos entiendo, realmente entiendo por qué es que en Manaus todo el mundo vive con aire acondicionado. Y se critica. Que aquí en Amazonas se gasta energía eléctrica en aire acondicionado como en ningún otro lugar de Brasil, y que el aire que enfría casas, calienta la selva.
Llegamos a un barrio más tranquilo y usamos la táctica que hemos venido usando durante once meses de mochileo por Sudamérica. Uno se queda cuidando los motetes, como dice Calle 13, y el otro parte a buscar hostal.
Apenas me tiré en la cama caí enferma. Sentía mareos desde que bajé del barco, pero la fiebre y los vómitos atacaron después. No sé quién fue el culpable, si el jugo de frutas que nos tomamos en el mini puertecito antes de Manaus, si el agua de la manguera que tomé en Chapada Diamantina, o si fue ese plato de pescado que comimos el primer día en el barco. Lo único que está claro es que tendré que pasar mi cumpleaños en cama, comiendo galletas de soda y viendo películas.
Las calles de Manaus son estrechas, es todo gris y falta verde. Esta no tiene cara de ser una ciudad emplazada en el medio de la selva más grande del planeta. Pero está bien, porque aquí la estrella no es la ciudad, si no que todas las agencias de viaje con sus promesas. Paseos en canoa por los afluentes del Amazonas; caminatas en botas de hule guiadas por un hombre con machete; avistamiento de aves exóticas y bichos raros; linternas en la noche oscura buscando los ojos de un jaguar. Todo lo que pasa o puede pasar allá, bien adentro en la mata.
Caminamos por el casco histórico, la plaza principal está enmarcada por construcciones coloniales y el edificio más carismático de la ciudad, el Teatro Manaus. Es rosado y se ve más rosado aún ante los colores del atardecer. Realmente es bonito, lo más bonito de la ciudad. Una pareja de gente nórdica toma helado en un asiento de concreto, Claudio agarra mi mano y yo siento pena cuando veo que mi aventura selvática pintada con lápices de colores se desvanece. No tenemos tiempo para quedarnos y tomar uno de esos tours extravagantes, apenas me sienta bien, tenemos que embarcarnos en el último navío que nos dejará en Colombia, así que la caminata por la jungla buscando monos tendrá que esperar.
Continuamos nuestras andanzas hasta que llegamos al mercado. Lindo hermoso mercado. Me encantan los mercados porque están llenos de productos autóctonos que sé que no voy a encontrar en ningún otro lugar. Me atraen sus colores, sus olores, sus sabores, y el hecho de que reúnan tanto a extranjeros como a locales. Los mercados son cosmopolitas, reflejan la cultura de un país y el carácter de una ciudad.
La personalidad de Manaus huele a frutas que todavía no puedo pronunciar y a peces que sólo se encuentran en el caudal del río que la bordea. Se ve caótica como los pasillos de su mercado, llenos de brasileras de culo grande gritando en portugués; se siente caliente como el cemento que derrite la planta de mis sandalias; se sabe amarga como el azaí que venden en todas las barracas.
Manaus nos recibió intenso y nos soltó exigiendo un volveré. Miro atrás con mi mochila en la espalda antes de subir al último barco y lo digo en voz baja. Esta no es la última vez.
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