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El barco de los siete días

  • Foto del escritor: Caro lamatta
    Caro lamatta
  • 8 may 2017
  • 5 Min. de lectura

25 días en el Amazonas, parte V


Subimos al barco y nos acercamos al mesón para pagar. Una mujer negra de rulos desordenados y polera de tiritas nos cobra. –Son $350 reales. Pese a que el barco viajaría río arriba por una semana y a que incluiría desayuno, almuerzo y cena, es bastante más de lo que habíamos pagado por los demás. Estamos al final de nuestro viaje, ahorrando hasta en el más mínimo detalle y esperando a llegar a Colombia, que es más barato que Brasil.


Le pedimos un precio. La chica se complica, mira hacia los lados y dice que no puede hacer nada. Me empiezo a preocupar. No hay más barcos hasta dos días más y nosotros tenemos que partir ya. Si zarpamos hoy, llegamos el 11 a la frontera, legalmente tenemos hasta el 12 para estar en Brasil, pero tenemos que tener un margen de tiempo en caso de que el barco se atrase en algún puerto.


Le preguntamos si nos puede cobrar menos si es que no comemos las comidas. Mueve la cabeza hacia los lados mordiéndose los labios. Estamos complicados. Para nosotros $700 reales en una semana es bastante. Estamos acostumbrados a dormir en el camping más barato, si es que dormimos en camping y a gastar muy poco en comida. Nuestra dieta era la fruta regateada de la feria y atún. Es demasiado para nosotros.


La chica llama a su compañera, de camisa blanca y pelo tomado. Ella nos escucha con paciencia mientras le explicamos. Nos deja un momento, hace una llamada y vuelve con la buena noticia. Ha llamado al prefeto – el alcalde-, él nos regalará los pasajes.

La bondad de la gente no me deja de sorprender. Antes de viajar siempre te advierten de los vivos, de los ladrones, de los que te van a estafar, pero nadie habla de los buenos. Esos que te ofrecen quedarte en su casa a dormir pese a que son una familia de cinco y que la casa es más bien un pequeño departamento. O esos que te ofrecen un pedazo de su frazada y de sus galletas cuando vas sentada al lado en el auto que te recogió haciendo dedo. Es cierto que los paisajes y las culturas diferentes son la razón por la cual comencé a viajar, pero las personas son la razón por la cual continúo. La chica del pelo tomado convenció al alcalde de pagarnos el pasaje, no sé cómo lo hizo ni por qué, sólo sé que esa es la bondad de la que estoy hablando y que nos enseña a ser mejores personas, ojalá como ella.


La vida en el barco transcurre al tiempo de la naturaleza. El desayuno se sirve 6 am, cuando sale el sol. Con los ojos entreabiertos veo como las personas hacen fila frente a mi hamaca para ir a buscar su pedazo de pan con mantequilla y un café. Yo no me levanto, sigo enferma, estoy tomando antibióticos y estoy a galletas de soda y té cuando mi cuerpo me lo permite.


Al mediodía se sirve el almuerzo en el comedor. Claudio y otros occidentales comen allá, las mujeres indígenas no. Ellas están en cuclillas, en círculo unas frente a otras en sus túnicas y chancletas. Las miro y me pregunto cómo es que algunos encuentran la comodidad en sostenerse sobre sus rodillas para comer mientras otros necesitan de una mesa, silla y cubiertos. La más anciana agarra un puñado de arroz con frijoles con sus dedos flacos y se lo lleva a la boca arrugada. Tiene el pelo corto y luce un par de canas, repite el mecanismo, esta vez con los frijoles mientras habla animadamente con las demás en un idioma que no es portugués.


Estoy en mi hamaca mirando el paisaje. Pasan árboles altos de troncos grises y nubes negras. Se aproxima una tormenta. Un niño de pelo corto al ras se acerca con curiosidad a Claudio que está al lado mío tejiendo macramé. Lo acosa con preguntas mientras se mueve de su lado izquierdo a su lado derecho y luego al frente. Finalmente consigue que Claudio le enseñe a tejer. El niño, que debe tener unos diez años, va por una silla y se instala en el lugar que se convertirá en su favorito durante una semana.


Tres hamacas más allá está Tony, un español que conocimos en el barco anterior. Es alto, de ojos grandes y cara alargada. Siempre anda con su guitarra. Lleva una camisa floreada de manga corta y canta una canción sobre una nativa. Que se quiere robar a una nativa, dice. Frente a él lo mira sonriendo una mujer morena de rasgos indígenas y pelo largo.


Tony es el galán del barco, anda por ahí engatusando mujeres. Es uno de los cuatro mochileros que andamos en un navío lleno de indígenas y brasileros que no hablan español. La otra es una chica porteña que se llama Melissa. Ella da vueltas por el barco con su poncho improvisado hecho de un aguayo fucsia. Viaja vendiendo libretas y cuadernos adornados con fotos que se mezclan con pinturas y que te reafirman que la chica es una artista. Con ellos pasamos el rato conversando.


Suenan los truenos y un tumulto de gente. Miro hacia el lado y veo como la mitad del barco se reúne en torno a la hamaca de una niña de unos 15 años. La chica mira su celular con indiferencia. Ignora los insultos y los ceños fruncidos del resto. No le importa nada. Tony me explica que la niña se robó un celular y otras cosas de menor valor. Y comprendo. Estamos todos en el mismo espacio sin poder escapar a ningún lado durante una semana, todos confiando los unos en los otros cuando dejamos nuestras mochilas, nuestros bolsos y todas nuestras pertenencias al cuidado de nadie en nuestras hamacas. Si no podemos confiar entre nosotros, no podemos seguir en este barco. Ella no puede seguir en este barco. La imagen es como la de un arresto ciudadano, la comunidad del barco no va a dejar a la niña en paz hasta que se baje. Y así sucede, desde la última parada, no la vuelvo a ver más. La tormenta se termina por desatar. Caen rayos sobre el Amazonas, le siguen los truenos unos segundos más tarde. El sol sigue ahí, entre las nubes oscuras y un arcoíris que acaba de aparecer.


Me siento mejor, así que subo a la cubierta a tomar aire y a sacar fotos. Claudio está haciendo TRX, un aparato que sirve para hacer ejercicio en cualquier lado donde haya una viga, una puerta o una rama de árbol. Ejercita regularmente esté donde esté, en un barco, en una playa con 40 grados de calor, o la azotea de un hostal.


Una niñita delgada y morena se me acerca con los ojos clavados en mi cámara. La miro y retrocede un paso, me mira asustada. Le saco una foto y la llamo para que se acerque a mirarla. Cuando la ve se ríe y me pide más.


No sé cuántos días han pasado. Ya perdí la noción del tiempo. Sólo sé que ya no quiero seguir durmiendo en un columpio ni caminar más sobre un piso que no se deja de mover. Ya es de noche y estoy con Claudio, Melissa y Raúl, el hijo de la cocinera. Conversamos de cosas sin importancia bajo las estrellas. Estoy mirando el río oscuro y me quedo pegada en un tronco, ancho y largo que flota solitario. Me sorprende y zigzagea, parece una manguera demasiado grande para existir. -¡Es una anaconda! Grito, cuando me percato. Tony aparece y nos dice que en una hora llegamos a Tabatinga, la frontera con Colombia.


Por fin pude ver a mi anhelada anaconda, deuda pendiente que tenía desde la primera vez que pisé esta selva tan famosa. Ahora me despido tranquila, ese viscoso animal es la conclusión perfecta para mi romance con el Amazonas.



RÍO AMAZONAS




EL RESULTADO DE SIETE DÍAS DE OCIO




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Penélope

¡Hola!  soy Carolina, viajera y autora de este blog de viajes. Aquí escribo mis historias y te ofrezco tips, guías prácticas e itinerarios para que te animes, agarres tu mochila  y salgas a descubrir el mundo.

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