Festival Earthcore, tres días en un mundo alterno
- Caro lamatta
- 27 jun 2017
- 8 Min. de lectura
Para una experiencia completa, se sugiere acompañar la lectura con Beautiful de Mandrágora. Presiona la foto para llegar a la canción.
Un pato gigante avanza al ritmo de la música entre carpas y buses que quieren ser caravans. Es amarillo como el sol que se está por poner. El pato llega a la pista de baile y las seis personas que son sus pies se pierden entre la multitud. Mandrágora, el dj, tiene al público en sus manos. Hadas, bailarines de ballet, superhéroes, duendes, hippies y una mujer unicornio de pelo morado zapatean con la mirada fija hacia adelante. Están hipnotizados, sus cuerpos dejaron de ser suyos, ahora son de la música, de Mandrágora, de todo el resto y del pequeño valle en el que estamos insertos. El baile se da entre dos colinas, un bosque de cipreses anaranjado por el atardecer y el escenario.
Claudio está sentado tomando una Little Creatures, una de las cervezas que logramos infiltrar en el festival gracias a nuestros gordos sacos de dormir. A su lado está Tatán, vestido de vaca de pies a cabeza. Le habla a la cámara de Lore, que entre risas graba la escena con su Nikon. Al frente nuestro una chica con alas de colores y un ángel hacen malabares en perfecta coordinación. Cata, inspirada se levanta y empieza a jugar con los pajaritos. Marina mueve su cabeza de un lado a otro con los ojos cerrados. Suenan beats profundos y yo bailo.
Está todo rosa por el sol que se despide lentamente y el ambiente se pone cada vez más carnavalesco. Un poco más adelante una mujer vestida con un enterito tornasol aspira el aire de un globo rojo. Cierra los ojos lentamente y se tira como un bulto en el respaldo del sillón fucsia sobre el cual está sentada. Cuando termina el procedimiento bota el cartucho vacío al suelo. La tierra de todo el festival está repleta de ellos. Son cartuchos de nitrógeno, se conectan a una lata de crema batida que a su vez se conecta a un globo vacío. El globo se infla y se inspira. El efecto es aún desconocido para mí.
Al mismo tiempo un hombre desnudo baila con los brazos abiertos en la cima de la loma que mira al escenario y me da la impresión de que todos estamos en la misma frecuencia. Aquí y ahora, en este mundo alterno, todo es posible.
Estamos en Earthcore, el festival psytrance más importante de Australia y uno de los más grandes del mundo. Lo que nació hace 24 años como una fiesta alocada en un antiguo galpón, convoca ahora a más de 18 mil personas cada año en las colinas del estado de Victoria. Sus creadores, un grupo de australianos desquiciados buenos para la joda, decidieron un día dejar que la euforia traspasara las paredes y se consolidara en los bosques a los alrededores de Melbourne.
Hoy el festival que reúne a toda la comunidad psytrance de Australia, ofrece cuatro grandes escenarios y a más de 48 djs, incluyendo a los mejores exponentes del género como Juno Reactor, GMS, Protoculture, Morten Granau e Infected Mushroom.
Aunque la música es la base, un festival no es festival sin un concepto. Y eso es lo que hace a Earthcore destacar en el circuito de festivales australiano. Earthcore es un pequeño mundillo de fantasía que gira alrededor del psytrance y que estimula la creatividad de sus asistentes con galerías de arte post moderno, representaciones artísticas, películas bizarras, charlas sobre ufología y conferencias sobre la creatividad en los ámbitos del cine, la fotografía y las artes. A todo este cosmos que más bien parece una alucinación, se suman las diferentes zonas. La zona de los talleres donde se hace yoga, meditación y percusiones; el espacio donde se pintan los cuerpos con glitter y colores flúor; el área de juegos para niños; y los ambientes de masaje, siestas y relajo.
Mi primera mañana en Earthcore no fue precisamente lo que esperaba. Amanecí con un dolor de tripas que me venía acompañando desde hace ya dos meses. Desde aquella noche en la que recibí un llamado de mi papá contándome que mi abuela había fallecido. Lo primero fue la tristeza. Después vino la impotencia. Quería estar con mi familia, quería abrazar a mi papá, quería asistir al funeral, pero era imposible. Estaba a 12.700 kms de Chile, en Australia, en ese departamento que tanto odiaba. En realidad no era el tamaño, ni su ubicación lo que me molestaba, lo que me tenía literalmente enferma eran mis flatmates. Oliver y la china. Él que sólo saludaba cuando nos iba a pedir la renta. Ella menos cálida que un computador de los noventa. Él que recolectaba cubiertos con Vegmite entre sus sábanas, ella que inundaba el baño con su pelo liso y negro tan asiático. A todo eso se le sumaba el factor trabajo. Repartía CV’s, enviaba mails, pero nada resultaba, no lograba juntar más de diez horas a la semana. El panorama estaba totalmente gris.
Hasta que llegó el color. Que en Earthcore se transformó en flúor.
Aunque yo no era la única que necesitaba perderse en un universo paralelo. Claudio, que trabajaba doce horas diarias precisaba de una escapada de la realidad. Lore, que había estado cuatro meses encerrada en una granja recogiendo melones, requería urgentemente de civilización en llamas; y Cata, amante del tecno estaba ansiosa por internarse por primera vez en el mundo del psytrance.
Empezamos cuatro y en pocas horas nos convertimos en seis. Seis que nos complementamos en estos tres días fuera del tiempo, seis que nos aventuramos en este caótico éxtasis.
Primero llegó Tatán. Venía de Sidney, hace meses que no hablaba con chilenos por tanto tiempo. Al vernos se despojó del español neutro que tomamos los viajeros cuando no hay compatriotas en la costa y rápidamente escupió el po, el cachai, la volá, y el weon.
Luego adoptamos a Marina. No estoy muy segura de cómo llegó a nosotros, sólo sé que desde aquella vez en el Kinky Carnival, esa brasilera misteriosa se convirtió en una amiga y acompañante a todo lo que involucrara fiesta y psicodelia.
Esa primera mañana salí de la carpa malhumorada como me había acostumbrado a estar. Los chicos desayunaban frutillas con nutella mientras hablaban de lo que querían hacer ese día. Tatán, fánatico del tecno como era, tenía una lista de todos los dj´s imperdibles del festival y un itinerario para no perderse ninguno de sus favoritos. Lista que seguimos en nuestros momentos más lúcidos, y que desbaratamos en los más espontáneos. Yo ya sabía cómo tenía que comenzar. Antes de meterme a una de las cuatro pistas de baile o de caminar por el bazar lleno de excentricidades, necesitaba sacudir esa horrible sensación de rigidez que invadía mi cuerpo.
No sé cómo llegué pero llegué, o tal vez llegó a mí. El caso es que estaba ahí, en un círculo de hombres y mujeres descalzos, con gorros duendescos y manos en movimiento. Cada uno con un djembé siguiendo las indicaciones de las dos mujeres del frente. Al principio traté de acordarme del único movimiento que aprendí alguna vez, pero a medida que las percusiones sonaban más fuerte, fui dejando de intentar dar con la técnica correcta y comencé a sentir. Tocamos hasta ser animales, toqué hasta no dejar ni un resquicio de mi cuerpo libre de sensación. Ni un pequeño espacio para que el pensamiento se colara ahí dentro. Y lo logré. Salí radiante de la sesión, caminando campante hasta la carpa, pasando el camino usual: del bus casa a la derecha, recto hasta los unicornios de peluche, del auto de los piluchos Nice Day, a la izquierda.
Ya no estaba gris, aún no estaba flúor, pero estaba lo suficientemente bien como para comenzar la experiencia de festival. Antes de ir explorar los dominios de la psicodelia, era necesario ponerse a tono. Enredaderas de colores en las piernas, pinturas de colores en los tatuajes, banderas indígenas latinoamericanas en las espaldas, brillitos en las frentes, dulces en las bocas y sonrisas en las caras.
La caminata comenzó por el sector de comidas, en vez de smothies, falafel, fajitas y pizzas, bajo ese toldo de chanchitos colgantes, Marina compró seis cervezas. Cada uno con la suya en mano, nos tentamos con las chucherías del bazar. Tatán y Claudio conversaban en el camino mientras Mari, Cata, Lore y yo comprábamos anillos iguales. Dorados con una piedra verde.
Nuestra curiosidad nos hizo recorrer todas esas colinas bajo el sol. Pasamos entre carpas adornadas con lucesitas de colores; caravans con tótems estrafalarios; y spots armados entre pareos y banderitas tibetanas. Comentábamos acerca de lo motivados que eran los australianos al producir sitios de camping con tanta parafernalia hasta que uno nos conquistó. Tuvimos que parar, y no sólo a mirarlo. Tuvimos que hacer un allanamiento de morada. De un bus se sujetaba un toldo y abajo del toldo había una alfombra. Sobre la alfombra había tres sillones y sobre uno de ellos un orangután gigante. Entre risas atacamos al orangután y después de jugar un buen rato con él seguimos nuestro camino.
Corríamos con un freesby que se nos adelantaba hasta que Lore paró en seco y comenzó a reír. Miré en la dirección a la que apuntaban sus ojos. No podía creer lo que estaba presenciando. Era una batalla campal. Cientos de personas vestidas en armaduras y ropas medievales peleaban entre sí con escudos y espadas. Estábamos en una realidad alterna.
El día nos dejó sin previo aviso y Mandrágora también. Tenemos sólo un par de horas antes de que toque Sam Paganini, Cata y Tatán insisten, no nos lo podemos perder.
Ya es media noche y la luna está llena. Alumbra una figura anclada en la loma. Cata grita impresionada diciendo que es un barco pirata. Nos emocionamos, se ve tan real, y tan fuera de lugar. Claudio corre hasta la cima. Ahora el barco tiene un tripulante. Agita sus brazos desde arriba y nosotros le respondemos con gritos de tribu trancera. Subimos hasta allá y nos sentamos. Se ven las luces estroboscópicas del gran escenario, el Monstro. Y se escuchan los beats. De un momento a otro Sam Paganini se convierte en Samba Panini y todos gritamos su nombre como invocando una gran noche.
Estoy acostada con mi cabeza apoyada en las piernas de Claudio y abrigada por mi parka. Por alguna razón tengo mucho frío. Todos quieren ir a bailar pero yo no me siento muy bien. Tal vez los tambores no fueron suficiente. Ni la tarde de sol y risas. Ni el baile en el pasto. Tal vez no extirpé la oscuridad de mi cuerpo por completo.
Mari, Cata, Lore y Tatán van a la pista de baile a esperar a Sam. Claudio se queda conmigo. Tomados de la mano vamos por un té a una pequeña carpa de tonalidades rojas. Nos sentamos abrazados en los cojines y poco a poco voy recuperando temperatura.
Una vez que me siento mejor decidimos ir a caminar. Nos topamos con la carpa de cine. Entramos y nos sentamos. Hoy proyectan Le Planet Savage, la historia de un grupo de seres azules que meditan y usan a los humanos como mascotas. Es bizarra y me encanta. Nos quedamos hasta el final.
Al lado está la galería de arte. Hay cuadros de alienígenas, duendes psicodélicos y cosas que no puedo poner en palabras. Todo en flúor iluminado con luz azul. Como acostumbramos a hacer en los museos, elegimos un favorito cada uno. El ganador de Claudio es el rostro de un hombre indígena, el mío es un hada que emerge de un bosque de desquicio.
Caminamos hacia el Mostro. Sam Paganini ha comenzado. Al encontrarnos con el resto del grupo comienza el zapateo ¡Samba Panini! Gritamos a toda voz.
Hace tres tardes llegué a este festival con un objetivo; extirpar toda negatividad de mi cuerpo.
Es la última. Estamos sobre el cerro más alto. Tengo un báculo improvisado en la mano y camino creyéndome una mujer del bosque. Abajo el mundo está temblando. Hay nubes de tierra que suben desde los pies hasta las caras. La música es de Morten Granau. Mi dios en ese momento y mi gran descubrimiento del festival.
Me siento liviana como los globos de helio que flotan sobre la pista de baile. Poco a poco voy siguiendo el ritmo, hasta que mi cuerpo toma el mando y ya no hay nada que yo pueda hacer para detenerlo. Abro los brazos hacia los lados, los subo lentamente mientras me muevo de un lado a otro con el cuello relajado y los ojos cerrados. Respiro profundo, junto las palmas, y para mis adentros digo, estoy limpia, estoy viva.











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