Colombia: Ruta hacia el desierto indómito de los Wayuú
- Caro lamatta
- 19 sept 2017
- 7 Min. de lectura

Vamos caminando a tropezones por el desierto guiándonos por una luz lejana y el sonido de un generador. La luna está en su fase oscura y yo cada tanto me quedo absorta mirando la infinitud del universo en sus estrellas, si no fuera porque voy tomada de la mano con Claudio ya me habría caído varias veces. Clau es mi compañero de aventuras, me aterriza y me hace sentir segura, aun estando perdidos. Seguimos en busca del camino, pisando cactus y discutiendo sobre cuál fue la ruta que tomamos para llegar al acantilado en un primer lugar. Fuimos a ver el sol ponerse sobre el Caribe en una tierra alta y árida, y como somos de tomarnos el tiempo para apreciar las cosas, nos dio la noche y aquí estamos.

Una parte de mi quiere encontrar rápido el camino, esa que está entre el estómago revuelto y el pensamiento rumiante de miedos imposibles, pero la parte más volátil, la que me impulsó a realizar este viaje, quiere quedarse y congelar el momento.
El desierto se mezcla con el cielo y ahora somos parte de la infinitud. No hay celulares, no hay internet, no hay luz. Estamos en Punta Gallinas, una región perdida en el tiempo que emerge del mar y que llega casi al cielo. Aquí han venido pocos, y viven muchos menos. No es virgen, pero es lo más cercano que he conocido a eso. El silencio y la soledad de este lugar te arrancan del mundo.
Por fin llegamos al generador, no es nuestro hospedaje, pero al menos hay una persona sentada cerca de él. Es el hogar de una familia Wayúu, pueblo oriundo de este territorio sin ley y hombres labrados en polvo. Una mujer gorda de pelo negro y grueso está echada en su hamaca mientras sus hijos corretean con un perro. Cuando nos ve se altera. No sabemos hablar wayuunaiki ni ella español, pero entre ruidos y señas logramos comunicarle que somos inofensivos y que no sabemos dónde estamos. La mujer se levanta y nos indica la dirección hacia la ranchería, Clau tenía razón.

Punta Gallinas es parte de La Guajira, la península que está más al norte del continente sudamericano. La mayor parte de su territorio corresponde al departamento del mismo nombre en Colombia, el resto es parte del estado de Zulia en Venezuela. Estos inhóspitos parajes son habitados en su mayoría por los Wayúu, indígenas de alma guerrera y rostros tostados; reacios a los visitantes y hábiles en el arte del tejido. Este pueblo nómada no se doblegó ante los españoles, ni mucho menos ante piratas y se sigue resistiendo a los estados de Venezuela y de Colombia. Guajira viene del wayuunaiki, Wajiramuin, y significa nuestra tierra.

La ruta hacia el alto desierto
El departamento colombiano de La Guajira termina en Punta Gallinas y empieza en el río Palomino, ahí mismo donde comenzó nuestra travesía al desierto indómito de los Wayúu.
Estamos en Cuatro Vías una intersección en el medio de la nada que definirá nuestro viaje. Si tomamos el camino correcto, llegamos a Uribia, si nos vamos en la dirección contraria nos salimos de la península hacia el centro de Colombia y si seguimos derecho llegamos a Maicao, la ciudad que está al límite con Venezuela y desde donde entran tranfugamente los galones de gasolina venezolana que alimentan a todos los vehículos que transitan por La Guajira.
El sol está encima, no hay más que pequeños puestos de arepas amontonados y un bar improvisado donde un par de caras morenas y arrugadas vacían botellas de Águila, esa típica cerveza de país caluroso no sabe a nada pero que refresca más que el agua. Para llegar aquí tuvimos que tomar un taxi desde Palomino hasta Mingueo, luego viajar en otro taxi hasta Rioacha,y desde ahí seguir una hora en bus. No sabemos para donde tenemos que ir, tampoco sabemos en qué, así que nos acercamos a lo que parece una central de taxis.
-A esta hora ya nadie va para allá. Nos dice un hombre de barba alejándose del grupo.
No hay buses que vayan en esa dirección, casi no pasan autos y no parece haber ninguna ciudad cerca como para pasar la noche, ellos son el transporte.
-Yo los llevo por 20 cop. Dice otro.
Intentamos regatear porque es lo que hacemos los mochileros, pero él no quiere ceder. Si iba a cambiar el panorama de emborracharse con sus amigos por llevar a un par de blancos a la ciudad, tendría que cobrar bien por ello.
Claudio se aleja y comienza a hacer dedo.
Las guajiras de las arepas nos miran con cara de pocos amigos cuando una suv gris para frente a nosotros. Un hombre y su hija van a Uribia escuchando Diómedes Díaz a todo reventar, y por la módica suma de 8 cop están dispuestos a llevarnos.
Compadre, yo soy el indio
que tiene todo y no tiene nada
trabajo para mis hijos
vendo carbón y pesco en la playa
yo soy el indio guajiro
de mi ingrata patria colombiana
que tienen todo del indio
y sin embargo no le dan nada.
Diómedez Díaz canta vallenato,un estilo de música hecho de acordeón y ritmos lentos que en sus letras habla de la vida campesina, amores, desamores,de la Guajira y de sus guajiros.
Desde que pones un pie en el Caribe empiezas a oír el vallenato salir de las radios de los taxis, de los bares, de los estaderos –algo así como botillerías donde te puedes sentar a tomar el ronque acabas de comprar- de las tiendas, de los parlantes de los trabajadores… en fin, cuando llegué a Cartagena de Indias- en mi ingenuo prejuicio- esperaba escuchar salsa y esto fue lo que me encontré.
La fiebre de Diomedez es tan fuerte que su cara tapiza kioskos y restaurantes en toda la zona. Dicen que su carisma era única. El cacique de la Junta, como lo llaman, apasionaba a las masas como ningún otro cantante del mismo género, ganó un Gramy Latino y es el artista de vallenato más vendido de la historia a nivel mundial con 18 millones de discos. En La Guajira lo veneran, tanto así, que fue acusado de homicidio, estuvo prófugo, cumplió una condena en la cárcel, y aun así siguió llenando conciertos y fue llorado por todo el país tras su muerte por un paro cardiaco a sus 56.

Llegamos a destino y padre e hija nos dejan en el mercado. Desde aquí tenemos que tomar una 4x4 con pickup de madera que nos llevará para Cabo de la Vela.Huele a lechuga fermentada con cáscaras de banana. Estamos en la espera cuando escuchamos gritos y vemos como la gente corre dejando sus ventas y sus cervezas para aglomerarse en una esquina. Hay pleito pasional en Uribia.
Esta caótica ciudad, envuelta en desierto y sequedad, es conocida como la capital indígena de Colombia. Alberga 70 mil habitantes, un número que fluctúa según las condiciones climáticas. Muchos Wayúu se asientan en las ciudades grandes de La Guajira en temporadas de sequía para buscar trabajo mientras no pueden pastorear, pescar ni cultivar en sus hogares.
En Uribia no hay playas paradisiacas como en Cabo de la Vela, ni minas de sal como en Manaure, pero sólo aquí se puede ver como coexisten la cultura indígena con la cultura de consumo occidental de las maneras más bizarras. Las mujeres Wayúu tienen camionetas 4x4 que harían a cualquier madre citadina llorar de la envidia, pero si quieren contraer matrimonio deben esperar a que el pretendiente junte animales, joyas, hamacas y vasijas para entregárselos a su padre a cambio de su mano.
Uribia es tal cual lo describió la pareja de alemanes que nos entregó, en un diminuto papel, las indicaciones para llegar hasta Punta Gallinas, interesante, pero sólo un destino de paso.

El vehículo se llena por fin. Tiene dos corridas de asientos acolchados una delante de la otra. Me acomodo sentándome junto a una viejita Wayúu que sonríe. Salimos del último asentamiento de la Guajira hasta donde llega el asfalto, el agua y la electricidad y entramos al desierto. El polvo inunda el camión y las mujeres se protegen con sus pañuelos estampados. Hay tierra, una línea vieja de tren y espinos, muchos espinos. Por un momento me imagino que estoy en alguna parte de África y que de repente voy a ver un elefante o una jirafa pero no, sólo veo más espinos a los que se le suman cactus, más adelante, todo un bosque de ellos.
De tanto en tanto paramos para recoger a más personas, y yo me pregunto de dónde salen. Aquí en el medio de la nada hay un viejito con sombrero y un maletín, nada a su alrededor. Trato de entender cómo llegó, a esa edad, con esas patitas flaca a este punto exacto del desierto, donde no hay nada que señalice que ese es un paradero, al menos no ante mis ojos. Más adelante me contarían que los Wayúu son buenos para caminar.

Sólo veo el ocre de la tierra,el azul intenso del cielo y unos pies que cuelgan del techo y que llevan unas sandalias hechizas con el signo de Nike. Hemos recogido a todos los que podíamos, no caben más, ahora la única prueba de civilización es la estela que deja el camión en la arcilla.
Seguimos el camino, el desierto no es tan liso como parece en las películas, mi cuerpo entero lo sabe cada vez que se golpea al tambaleo del camión. Miro hacia atrás y se ve el horizonte interminable con ese reflejo movedizo que se forma en el aire cuando hace mucho calor. Me imagino Macondo ahí en el medio de ese cuerpo de polvo anaranjado y pienso que tal vez la Guajira no sólo corría por las venas de Gabriel García Márquez, sino que también había sido fuente de inspiración.
Sus abuelos, Nicolás Márquez y Tranquilina Iguarán, nacieron en Rioacha y vivieron en Barrancas, ambas ciudades de La Guajira que seguramente inspiraron las historias y fábulas que le contaban a su nieto antes de irse a dormir.

Ya llevamos 3 horas en ruta, a lo lejos veo una construcción mediana. Paramos ahí y un montón de niñas vestidas con túnicas blancas bordadas rodean el camión mientras gritan en un idioma que en nada se parece al español. Es un colegio, y yo nunca había visto a unas alumnas tan felices de ver a su profe llegar. Las dos mujeres que despiden cordialmente de nosotros sin decir una palabra, y se bajan a la marea de niñas. Avanzamos un poco más y ya sé que llegamos, veo el mar, estamos en Cabo de la Vela.
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